jueves, 29 de septiembre de 2011

Entre el hacer y el dudar. Militantes vs. intelectuales.

Es cierto que gané entre mis amigas el mote de copadatellevástodo cuando me lo levanté. Era más fácil que la tabla del uno pero yo pude primera porque estuve más atenta y eso me dio un halo de ganadora mal. Él es uno de esos intelectuales que nos gustan a las peronistas nac&pop: de los que hablan en difícil y además son lindos y exitosos; de esos con los que las chicas se babean y les escriben por medio de las redes sociales elogios bien lamebotas.
Nos conocimos por el programa de radio en el que soy productora. Cuando propuse entrevistarlo todos me miraron haciendo mueca de ¿y por qué? Mis argumentos fueron sólidos para todos, salvo para mis amigos que repitieron que uso el programa de mi ex novio para curtirme gente. Yo puse cara de: bueno, ¿qué querés que haga? Y cambié de tema de manera terminante.
Sucedió otra vez, como cuando salí con el otro intelectual que en la segunda cita recién me besó, una demora inentendible entre el decir y el hacer, entre el prometer y el realizar. Sí, es cierto que me deslicé sin querer nuevamente por el “me pongo colorada” y esas estrategias tontísimas que se me dio por usar últimamente, como hacerme la boba tímida cuando nadie me lo pide.
Pero el intelectual es de otro palo, palo que sigo sin entender. En charla de amigas concluimos en que sólo existían dos posibilidades: o el flaco coge mucho, todos los días con una distinta; o coge poco, cada tres o cuatro meses, con un gato. “Es un intelectual de izquierda, tiene la líbido puesta en su trabajo, en su éxito individual” dijo una, y todas asentimos, con gesto de aprobación a medias, mientras se chorreaba la Coca del Fernet. Dos semanas completas mandó y mandé mensajes a más no poder; casi 500 besos fueron por mail de ida y de vuelta, pero no se concretaba la cita, y yo ya estaba indignada.
Una noche tuvimos que viajar para hacer el programa de radio en otra ciudad y de paso aprovechamos y salimos, terminé en un boliche con palmeras, bastante tarde y ebria, con dos amigos y otro que recién me conocía y que estaba como loco. Ponía cara de desesperación y ojos de “yo también quiero participar de esto, no sé bien qué es pero participo”. Yo les mostraba a los otros dos los mensajes que intercambiábamos con el intelectual, descompuesta por la lentitud de concreción y ellos me decían: “a ver, ponele tal cosa, si no responde no te lo garches, no lo merece” y yo escribía. Como respondió bien, siguió en carrera. Creo que pasó un mes entre el boliche, las palmeras y que finalmente nos vimos. No estuvo nada mal la cita, pero con semejante demora, contar detalles es lo de menos. Es lindo, es bueno, estuvo bien, pero el intelectual tiene tiempos tan distintos a los de la política. En la política se ejecuta, se resuelve, se hace casi todo a contrarreloj; en cambio el intelectual se toma su tiempo para estudiar el objeto: duda, lo analiza, lo contempla, lo da vuelta y vuelve a dudar. Y yo me duermo.

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